lunes, 23 de febrero de 2015

Vicentina Antuña, ejemplo de profesora y mujer revolucionaria

En nuestro No. 44 la doctora Carmen Gómez García nos presenta una semblanza dedicada a Vicentina Antuña, destacada profesora de Latín en la Universidad de La Habana y vinculada desde su juventud a los movimientos revolucionarios. A continuación les dejamos un fragmento de este texto: 




Existe consenso entre psicólogos y pedagogos de que es el hogar donde el niño comienza a formarse; es allí donde adquiere hábitos, costumbres, valores, principios morales, que lo acompañarán por el resto de su vida, los cuales resultarán después muy difíciles de cambiar. Recuérdese el viejo refrán que dice: árbol que crece torcido, jamás su tronco endereza, pues se hace naturaleza el vicio con que ha crecido.
Pero sobre todo es en el hogar donde el niño empieza a hablar y no puede desconocerse el valor del lenguaje para la cultura humana, en especial, el relevante papel que Federico Engels le asigna para la aparición de la propia especie en su conocida obra El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre. No constituye pues una arbitrariedad reconocer a la familia como la célula fundamental de la sociedad.
También  se considera que la escuela, en especial  la escuela  primaria, desempeña un papel importante en la educación de las nuevas generaciones. Ella es capaz de reforzar aquellos principios valiosos para la conducta del educando y transformar o eliminar aquellos que puedan resultar nocivos, ya que no todos los hogares poseen las condiciones necesarias para proporcionar a sus jóvenes miembros una educación adecuada; no en todos ellos se les inculca a los niños sólidos valores  o elevados  principios morales: el amor a la patria, el respeto a los derechos humanos, la honestidad y muchos otros de los que conforman una personalidad armoniosa y digna. Por el contrario, muchas veces se les inculcan sentimientos egoístas, el recurrir a la mentira para justificar errores o irresponsabilidades y algunos otros hábitos que no forman sino deforman la personalidad del niño o el adolescente.
 Se considera también que la educación media (secundaria y pre-universitario), que actúa sobre masas juveniles aun no totalmente maduras, puede ejercer influencia sobre su formación.
 Sin embargo, muchos consideran que a la educación superior el estudiante llega ya formado y que el profesor universitario no ejerce influencia en su formación. Este debe ser esencialmente un especialista de alto nivel capaz de trasmitir con maestría sus conocimientos a sus alumnos, a fin de que los integren a los demás que conforman el curriculum de su carrera, sin que tenga que preocuparse por nada más, a lo sumo reprimirlos si en clase no se comportan adecuadamente.
Nunca he concordado con estos criterios. Pienso que el profesor universitario tiene muchas posibilidades de influir positivamente en la conducta de sus educandos. Generalmente gozan de mucho prestigio entre sus alumnos, no solo por los conocimientos que poseen sino por la función que realizan en la sociedad, en especial cuando tienen una destacada actuación en su vida profesional. Entonces pueden y deben servir de ejemplo y por consiguiente ejercer sobre sus alumnos una muy importante influencia.
Tal vez haya llegado a sustentar estos criterios porque en mi vida de estudiante universitaria tuve la suerte de contar con un grupo de profesores, no solo de mucho nivel intelectual, sino que fueron verdaderos ejemplos de cubanía, patriotismo y fervor revolucionario. Entre ellos se encontraba la Dra. Vicentina Antuña Tabío, que en los primeros días de este año 2009 cumpliría el primer centenario de su nacimiento, ocurrido en la habanera ciudad de Gűines el 22 de enero de 1909 y quien, a mi juicio, bien se merece este homenaje de recordación.
             

lunes, 16 de febrero de 2015

"América en el idioma de la memoria", un poema de Gioconda Belli



He oído la lengua de mis antepasados en sueños.

He visto sus figuras en habitaciones confusas,
que sólo puedo nombrar con el habla ajena
de quienes para siempre los confinaron
a la región de las sombras.
No entiendo sus palabras,
pero en los sueños se alargan como palmeras,

brillan como las plumas del Quetzal.
¿Cómo habrán sido los mercados en Tenochtitlán,
el pregón de los vendedores de penachos de papagayo,
la voz de la mujer ofreciendo quequisques o yuca,
la sombría voz del vendedor de papas?
¿Con qué palabras sonando a río o aguacero,
se declararían el amor el héroe del juego de pelota
y la muchacha dulce con las cestas de jipijapa?
Las palabras de los pueblos se parecen a sus montañas
y a sus lagos,
se parecen a sus árboles, a sus animales.
¿Cómo sería la lengua que hablaría de los ceibos
y los jaguares,
de la luna incandescente y ecuatorial,
de los volcanes erectos?
He oído la lengua de mis antepasados
en sueños,
en habitaciones confusas que sólo puedo describir
con la lengua del despojo.

II


Ocultamos nuestros Dioses,

nuestros mitos,
bajo la púrpura vestidura de sus santos.
Recreamos su idioma.
Lo rehicimos nuestro,
le hicimos decir la lluvia torrencial,
y el dulce ulular de la quena,
la altura de los Andes,
y la selva impenetrable del Amazonas.
Nos cambiamos los nombres para sobrevivir,
pero el mundo lo nombramos
con códigos y códices que aún ahora les son indescifrables.
Nos quisieron cambiar de piel,
pero untamos de cacao sus genes
para engendrar el chocolate claro
y el chocolate quemado:
hombres y mujeres de chocolate
poblando de nuevo el Continente
del Trueno y la Desolación

Reconstruimos nuestras ciudades magníficas

México, Buenos Aires, Lima, Río
y guardamos en lo más hondo de nuestras tinajas
la sabiduría de nuestra memoria avasallada.

III

No triunfamos.
Éramos inocentes y hablábamos a la Tierra con respeto,
como huéspedes, no como Señores.
Sacrificábamos la Vida al Sol
ellos, en cambio, se la ofrecían al oro,
que no hace más que imitarlo.
La Tierra era nuestra cómplice.
La honrábamos, la celebrábamos.
Ellos no amaban la Tierra,
la despojaban como si les perteneciera,
igual que nos despojaron a nosotros
como si también les perteneciéramos.
Nos obligaron a usar sus palabras
a vestirnos con sus ropas
Nos obligaron a adorar al Dios
que ellos mismos habían crucificado
Ni siquiera de la culpa que sentían por su muerte nos eximieron
diciéndonos que también había muerto por nosotros
y que teníamos que pagar con nuestras vidas
el pecado de no conocerlo

IV

He oído la lengua de mis antepasados
en sueños.
En sueños he escuchado sus gritos.
El crujir de sus genitales,
el dolor de los partos mestizos,
de los hijos de las violaciones.
Ya no pudimos nombrar a los niños
con nombres de flores, de cactos, de árboles
de constelaciones.
Aprendimos a contar el tiempo con sus medidas
y llamamos a los días con sus nombres extraños.

V.

¿Quienes somos?
¿Quienes son estos hombres, estas mujeres sin lengua,
escarnecidos por su color,
por sus pieles, sus plumas y sus adornos?
Para que no leyéramos más que sus códices,
quemaron los nuestros en altas piras incendiarias.
Nuestra historia, nuestra poesía, los anales de nuestros pueblos
nos llenaron de humo los cuencos de los ojos,
nos llenaron de lágrimas las entrañas.
Ardieron los amates pintados cuidadosamente por los escribas.
Ardieron las historias que nos hacían ser lo que éramos.
!Cómo aullaban los viejos en las plazas,
viendo arder los nombres de sus padres en el fuego!
Ah! noche larga, noche triste de las cenizas!
Noche en que nos quedamos sin manos,
sin lengua, desmemoriados!

VI

La Tierra nos salvó, la sangre, el color de las frutas,
el vahído del viento en los desfiladeros de Machu Pichu.
Se apropiaron de todo pero la Tierra nos seguía cantando,
las Cataratas del Iguazú, el Titicaca, el Orinoco, la Pampa,
Atitlán, Momotombo, Tikal, Copán.
La Tierra conocía el toque de nuestras manos:
Los volcanes nos hablaban; los ríos nos lavaban las lágrimas,
la selva nos escondió.
A ellos los acababa la nostalgia.
El oro les cobraba su precio. Se mataban entre sí.
Se hundían sus barcos. Sus hijos los desconocían.
En los vientres de nuestras mujeres se fueron extinguiendo.
Sus genes hirvieron en el cacao
y no se reconocieron en sus descendientes.

VII

He oído la lengua de mis antepasados,
en sueños.
En sueños he escuchado sus risas.
Paciente la paciencia,
la resistencia.
Siglos de silencio, de espera.
El tiempo fluido haciendo espirales,
subiendo desde los desiertos de la Patagonia,
cruzando los Andes, las cordilleras, el trópico húmedo,
las praderas de los búfalos.
El hombre de las grandes ciudades destruye su mundo.
El hambre, la violencia, cava túneles bajo sus pies,
socava los cimientos de los ídolos forasteros.

Los ojos de América aguardan el retorno de Quetzalcóatl

-la serpiente emplumada-

He oído la lengua de mis antepasados

en sueños.
Sueños que nunca duermen.