lunes, 16 de febrero de 2015

"América en el idioma de la memoria", un poema de Gioconda Belli



He oído la lengua de mis antepasados en sueños.

He visto sus figuras en habitaciones confusas,
que sólo puedo nombrar con el habla ajena
de quienes para siempre los confinaron
a la región de las sombras.
No entiendo sus palabras,
pero en los sueños se alargan como palmeras,

brillan como las plumas del Quetzal.
¿Cómo habrán sido los mercados en Tenochtitlán,
el pregón de los vendedores de penachos de papagayo,
la voz de la mujer ofreciendo quequisques o yuca,
la sombría voz del vendedor de papas?
¿Con qué palabras sonando a río o aguacero,
se declararían el amor el héroe del juego de pelota
y la muchacha dulce con las cestas de jipijapa?
Las palabras de los pueblos se parecen a sus montañas
y a sus lagos,
se parecen a sus árboles, a sus animales.
¿Cómo sería la lengua que hablaría de los ceibos
y los jaguares,
de la luna incandescente y ecuatorial,
de los volcanes erectos?
He oído la lengua de mis antepasados
en sueños,
en habitaciones confusas que sólo puedo describir
con la lengua del despojo.

II


Ocultamos nuestros Dioses,

nuestros mitos,
bajo la púrpura vestidura de sus santos.
Recreamos su idioma.
Lo rehicimos nuestro,
le hicimos decir la lluvia torrencial,
y el dulce ulular de la quena,
la altura de los Andes,
y la selva impenetrable del Amazonas.
Nos cambiamos los nombres para sobrevivir,
pero el mundo lo nombramos
con códigos y códices que aún ahora les son indescifrables.
Nos quisieron cambiar de piel,
pero untamos de cacao sus genes
para engendrar el chocolate claro
y el chocolate quemado:
hombres y mujeres de chocolate
poblando de nuevo el Continente
del Trueno y la Desolación

Reconstruimos nuestras ciudades magníficas

México, Buenos Aires, Lima, Río
y guardamos en lo más hondo de nuestras tinajas
la sabiduría de nuestra memoria avasallada.

III

No triunfamos.
Éramos inocentes y hablábamos a la Tierra con respeto,
como huéspedes, no como Señores.
Sacrificábamos la Vida al Sol
ellos, en cambio, se la ofrecían al oro,
que no hace más que imitarlo.
La Tierra era nuestra cómplice.
La honrábamos, la celebrábamos.
Ellos no amaban la Tierra,
la despojaban como si les perteneciera,
igual que nos despojaron a nosotros
como si también les perteneciéramos.
Nos obligaron a usar sus palabras
a vestirnos con sus ropas
Nos obligaron a adorar al Dios
que ellos mismos habían crucificado
Ni siquiera de la culpa que sentían por su muerte nos eximieron
diciéndonos que también había muerto por nosotros
y que teníamos que pagar con nuestras vidas
el pecado de no conocerlo

IV

He oído la lengua de mis antepasados
en sueños.
En sueños he escuchado sus gritos.
El crujir de sus genitales,
el dolor de los partos mestizos,
de los hijos de las violaciones.
Ya no pudimos nombrar a los niños
con nombres de flores, de cactos, de árboles
de constelaciones.
Aprendimos a contar el tiempo con sus medidas
y llamamos a los días con sus nombres extraños.

V.

¿Quienes somos?
¿Quienes son estos hombres, estas mujeres sin lengua,
escarnecidos por su color,
por sus pieles, sus plumas y sus adornos?
Para que no leyéramos más que sus códices,
quemaron los nuestros en altas piras incendiarias.
Nuestra historia, nuestra poesía, los anales de nuestros pueblos
nos llenaron de humo los cuencos de los ojos,
nos llenaron de lágrimas las entrañas.
Ardieron los amates pintados cuidadosamente por los escribas.
Ardieron las historias que nos hacían ser lo que éramos.
!Cómo aullaban los viejos en las plazas,
viendo arder los nombres de sus padres en el fuego!
Ah! noche larga, noche triste de las cenizas!
Noche en que nos quedamos sin manos,
sin lengua, desmemoriados!

VI

La Tierra nos salvó, la sangre, el color de las frutas,
el vahído del viento en los desfiladeros de Machu Pichu.
Se apropiaron de todo pero la Tierra nos seguía cantando,
las Cataratas del Iguazú, el Titicaca, el Orinoco, la Pampa,
Atitlán, Momotombo, Tikal, Copán.
La Tierra conocía el toque de nuestras manos:
Los volcanes nos hablaban; los ríos nos lavaban las lágrimas,
la selva nos escondió.
A ellos los acababa la nostalgia.
El oro les cobraba su precio. Se mataban entre sí.
Se hundían sus barcos. Sus hijos los desconocían.
En los vientres de nuestras mujeres se fueron extinguiendo.
Sus genes hirvieron en el cacao
y no se reconocieron en sus descendientes.

VII

He oído la lengua de mis antepasados,
en sueños.
En sueños he escuchado sus risas.
Paciente la paciencia,
la resistencia.
Siglos de silencio, de espera.
El tiempo fluido haciendo espirales,
subiendo desde los desiertos de la Patagonia,
cruzando los Andes, las cordilleras, el trópico húmedo,
las praderas de los búfalos.
El hombre de las grandes ciudades destruye su mundo.
El hambre, la violencia, cava túneles bajo sus pies,
socava los cimientos de los ídolos forasteros.

Los ojos de América aguardan el retorno de Quetzalcóatl

-la serpiente emplumada-

He oído la lengua de mis antepasados

en sueños.
Sueños que nunca duermen.

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